Tengo veinticinco años. No soy ninguna niña, mucho menos una niña de papá o de mamá. Hace seis años que me tuve que buscar la vida en la gran ciudad en un apartamento con otras tres tías con las que lo único que tenía en común era que entrábamos al piso por la misma puerta. Y poco más. La Facultad, la biblioteca, las horas interminables de prácticas y las pestañas quemadas en los libros no han sido solo cosas mías, falataria mas, pero yo me las he tatuado en mis costillas y no me da la real gana que nadie me considere una niña mimada.
He luchado como una cabrona por estar aquí. Desde bachiller. Solo porque no concebía ninguna otra posibilidad que no fuese ser médica. Después la paliza del MIR. El estrés de jugarte el futuro a una carta, una especie de última apuesta en Las Vegas que puede hacerte rica o dejarte en pelotas en la puerta del casino.
Y no sabía muy bien si apostar a par o a impar, a rojo o a negro. Sí, quería ser generalista, alguna especialidad con variantes, que me hiciera saborear la Medicina con la que soñaba de toda La vida, la larga, la ancha, la profunda. Medicina en tres D.
La bola de la ruleta se paró en la casilla de Familia después de que el croupier dijera por los altavoces del Ministerio aquello de rien ne va plus y me pareció que la banca amontonaba delante de mí una pila de fichas de mil dólares.
En mi primer mes en la consulta con mi tutor debía parecer un dibujo manga, incapaz de cerrar unos ojos como platos. Todo me gustaba, que digo me gustaba, me enamoraba como una adolescente que no ve ni los granos de su novio quinceañero.
Llegaba cada día a mi piso, otra vez compartido, aunque esta vez todas teníamos en común ponernos la bata y colgarnos un fonendo al cuello (es un decir: con mi tutor no había bata que valiera y el fonendo colgaba de la pared) y repasaba mentalmente cada una de las delicias que había ganado en esa partida de blackjack jugado contra el destino.
No, no soy ninguna niña de papá, ni de mamá. Y ahora estoy en este pasillo verde limón llorando como una imbécil y lo que es peor, sintiéndome como una llorona imbécil.
Sí, los días eran largos, los pacientes se sucedían en cascadas como los rápidos de un río en el deshielo, pero ese escuchar las historias, esos domicilios, esa confianza, esas bromas, esas penas, eran el terciopelo de la Medicina. No me podía creer que hubiera sido tan afortunada.
No, no soy ninguna mema veinteañera. En las urgencias la vida marchaba a otro ritmo. Alguien había apretado el botón del fast forward y se había olvidado de devolverlo a su velocidad normal. Pero me adaptaba. Me colocaba en modo esponja, absorbiendo lo enseñado y lo ocultado, y aunque el ritmo puede desorientar, ya he dicho que no soy ninguna cría, tiraba para delante con las ganas y la fe intactas.
Y aquella mujer de treinta y tantos que podía servir como modelo para estudiar la anatomía ósea dejo de respirar porque no había fuerzas en ninguno de sus pellejos para luchar contra una nueva bacteria, y yo me coloqué a la derecha del adjunto frente su marido y su hija preadolescente y cuando sus ojos empezaron a desaguar, los míos volvieron toda la habitación turbia y las lagrimas me cerraron la glotis como un cóctel de gambas a un alérgico al marisco, y pedí perdón con voz de gallo flauta y me salí de aquella habitación de la pena como alma que lleva el diablo, pero sin que se la llevara, sino dejándome a mí cargar con ella como si fuera acero para los barcos durante días.
¡Que no soy ninguna niña mimada! Pero la guardia amenazaba con hacerme doblar la cerviz como sólo las urgencias de un fin de semana de verano saben hacerlo, a base de no comer, no beber, no mear y apenas pensar. Y cuando los tóxicos se acumulan en un organismo que agota los depósitos de glucógeno y estira al máximo la vejiga, llega un pobre hombre utilizando hasta los músculos de las pestañas para respirar, y mirándote con los mismos ojos del padre de Nemo buscándole fuera del agua, y entonces te lanzas a automatismos que acabas de aprender y que por tanto están en unos pañales que, por cierto, en esos momentos te vendrían estupendamente.
Y aunque sean las cuatro de la mañana llamas al adjunto porque no te fías de aquellas treinta y tantas respiraciones por minuto. Y entonces el pitufo furioso se convierte en un juez que te interroga, te ridiculiza y te reprocha una bisoñez que el mismo ostenta como adjunto veraniego.
Y aunque no eres una mema en el pasillo de los baños, donde esperas por todo el santoral que lo de tu compañera sea un desahogo rápido, se te empieza a caer una lágrima sin comerlo ni beberlo y antes de que te des cuenta no ves una mierda con las gafas empañadas ni consigues enhebrar dos respiraciones normales sin un jipido vergonzante.
¡Que no, que no soy una mema, que no soy una llorona, que no soy una niña mimada, joder! Que soy solo una persona, y encima una médica.