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Channel: Medicina en la cabecera
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Una puta mierda

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Me gusta ir a comprar al súper de mi barrio. Es él mismo que había bajo la casa en la que pasé mi infancia, el mismo al que me mandaba mi madre a por el tambor de Colón que pesaba como un muerto. El año pasado se jubiló la cajera que llegó siendo una jovencita y se sabía el nombre de todos los chavales. 

Voy los martes a la carniceria. El carnicero ha sido una de esas herencias que arrebatamos a nuestras madres, responsable de elegir los mejores filetes a la familia, de recordar cuánto nos gustan las costillas en las lentejas, de cabecear con las derrotas de nuestro Atleti, o de retrasarse por estar echando la partida de mus. Voy los martes porque por la mañana estuvo en el matadero y la carne es fresca y variada,y solo altera ese ritmo las vacaciones, y, como no, las guardias. 

A veces me encuentro alguno de los antiguos vecinos, los que me llamaban con el diminutivo, el sanbenito inevitable de quienes llevamos el mimo nombre que nuestros padres, y que te horroriza siendo niño que quiere ser mayor. Están viejos, con la piel arrugada y los ojos vidriosos, pero en mi mente siguen siendo aquellos jóvenes y fuertes currantes del Simca 1000 y los cigarrillos Rex. Él llegó la otra tarde, mientras esperaba pacientemente mi turno. Siempre procuro ser el primero en saludarles, por borrar esa desagradable sensación que te aturde cuando conoces a alguien y no eres capaz de ubicarle. Cuando les sonrío y les llamo por su nombre me parece percibir en sus miradas como si la llama de la memoria se insuflase de golpe, y entonces me estrechan la mano sonrientes o me plantan dos besos y un achuchón, y se les ilumina la cara de felicidad, no por verme, sino por recordarse otra vez jóvenes y con toda la vida por delante, como hace cuarenta años. 


Me contesta al inevitable cómo estás con el clásico hecho un cacharro. Generalmente el cruce de pelotas blandas en la red sigue con un yo te veo fenomenal, que se devuelve con un qué va, será por fuera, por dentro estoy hecho una calamidad. A veces quieres dejar el partido en ese amable cruce de sainetes, sobre todo cuando eres consciente de cómo les ha golpeado la vida, y el pudor te impide provocar un rebrote de dolores que sólo deseas que duerman en las profundidades bajo cientos de capas de tiempo. No haría ni dos años que murió su hija mayor. Yo no quería bajo ninguna circunstancia revivir ese dolor. 


-En realidad los médicos no tenéis ni puta idea. La Medicina en general.- No era un tono ofensivo, sino más bien de un Cela de barrio. Yo sonreía. -Quiero decir que hay cosas que nos pasan de las que no sabéis nada. 

Temí por un momento que se tratara de rencores alimentados por la enfermedad de su hija, rencores que buscarán ser escupidos a la cara del primer representante de Esculapio que fuera a comprar cuarto y mitad de carne picada, y me preparé para la invectiva, consciente de lo duro y antinatural que es para un padre sobrevivir a cualquiera de sus hijos. Pero no, 

-Mírame a mí: siempre estoy con estos mareos tontorrones que no me dejan en paz. Y ya me han hecho de todo, hasta me ingresaron en el hospital unos días y me hicieron escáner y un montón de pruebas y nada, que no dan con ello. 

Bueno, no pude evitar sonreír. Estaba preparado para afrontar los reproches a la Medicina nacidos del dolor y la rabia, pero ésta era una rabieta de niño malcriado. 

-Hombre, pues si no te encuentran nada malo, pues será cosa de la edad. Tampoco sabemos quitar las arrugas, qué se le va a hacer. 

-Nada, que no tenéis ni puta idea. Anda que no podíais haber inventado algún dispositivo que mejorara la circulación en el cerebro, para que no pasaran estas cosas. ¿Y sabes también de que no tenéis ni idea? De la piel. De la piel es que no sabéis nada de nada. Me lo dijo un catedrático una vez que me salieron unas ronchas y fui a ver a un amigo mío en un hospital de la capital y me ingresaron. Le pregunté qué eran esas manchas y me contestó: eso querría saber yo. Así que, lo que yo te diga: ni puta idea.

El carnicero me salvó de la diatriba entregándole un pedido que había dejado encargado su mujer por la mañana, así que nos despedimos con otro apretón, y al marcharse con sus mareos y su piel incomprendida de anciano me llamó por el diminutivo de mi nombre, lo que tuvo la virtud de vestirme automáticamente con pantalones cortos y un jersey de lana hecho por mi tía, al menos durante unos segundos. Después, como ocurre con todos los ensueños, el hechizo se rompió de golpe y volví a ser el médico ya entrado en años que todavía, y después de tanto tiempo en la cabecera, sigue en tantas ocasiones sin entender a las personas. 







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